A las 21.12 de este martes un terremoto de magnitud 4.2 sacudió la zona de Gindavik, en el suroeste de Islandia. Más de una hora después, salieron grandes fuentes de lava cerca del cráter Sundahnúkur, una formación que se generó hace 2.350 años.
El magma salió de una fisura de 4 kilómetros de longitud. No se trata del clásico cono con el que se asocia la palabra volcán, sino más bien de una fractura en el terreno de la cual sale lava: las coladas han fluido rápidamente hacia fuera y formado capas planas alrededor.
La actividad sísmica alrededor de la erupción ha disminuido en las horas siguientes, una situación que ha alejado, por el momento, escenarios de cancelación de vuelos a escala internacional. Pero en eso también influyó el tipo de erupción, que ha sido efusiva: “se trata de erupciones donde la lava es muy fluida y se mueve sin problemas. Por norma habitual la presencia de ceniza es muy reducida”, explica el geólogo y divulgador Nahúm Méndez Chazarra a este periódico.
En las tres horas previas a la erupción, los datos de la Organización Internacional Marítima de Naciones Unidas indican que se registraron al menos 258 seísmos. En las 24 horas previas, hubo al menos 450.
Pero las autoridades estaban ya en alerta y el pasado mes habían desalojado a los casi 4.000 habitantes de Grindavik (cerrado el cercano spa turístico de Blue Lagoon). Sabían que una erupción era probable por el movimiento sísmico que se estaba registrando desde hace casi dos meses.
La tierra tembló mucho más que este martes varios días en el último mes: entre el 10 y el 11 de noviembre se habían registrado al menos 1.071 seísmos, por ejemplo. ¿Por qué no hubo erupción entonces? “No lo sabremos hasta pasado un tiempo, cuando los científicos hayan recabado todos los datos y se puedan estudiar con detenimiento”, argumenta Méndez Chazarra. “Además, aunque el sistema pareciese tranquilo, la deformación continuaba y ocurrían todavía enjambres sísmicos, lo que provocó que las autoridades decidieran mantener el nivel de alerta en determinadas zonas ante la posibilidad de la erupción”.
Un factor clave en la vigilancia de los terremotos es la profundidad a la que ocurren. “Nos indica por dónde se mueve el magma y donde podría estar acumulándose, así como la zona donde tendría más posibilidades de romper en superficie”, explica Méndez Chazarra. En las dos horas previas a la erupción del martes, media decena de sacudidas se registraron en los cien metros más cercanos a la superficie.
Una buena señal es que esta erupción producida en el suroeste de Islandia ha entrado en un estado de equilibrio apenas unas horas después de iniciarse. Habría sido más peligroso si se hubiera producido más al norte, en las zonas heladas de la isla (apenas hay hielo en el sur). Ahí fue donde, en 2010, el volcán Eyjafjallajökull paralizó el tráfico aéreo europeo: era otro tipo de erupción, no efusiva sino explosiva, en la que la lava al salir del volcán puede transformarse en ceniza volcánica que, en mucha cantidad y distribuida por la atmósfera, puede provocar el cierre del espacio aéreo.
Las autoridades islandesas sostienen que la intensidad del evento empezó a disminuir cuatro horas después de haberse iniciado: salvo el cuándo se iba a producir, la mayoría de los parámetros de la erupción están siendo los esperados. Eso sí: es posible que se se abran nuevos puntos de salida de magma a lo largo de la fisura original, avisa el Instituto Metereológico de Islandia.
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