El 11 de abril del 2019, la nave Beresheet se estrelló en la llanura de Mare Serenitatis. Era un vehículo construido por iniciativa privada. De haber tenido éxito, Israel hubiese sido el cuarto país en conseguir un aterrizaje en la Luna, tras Rusia, Estados Unidos y China. Pero no hubo suerte. El fallo de un giróscopo desató una cadena de incidentes en el software de la nave que apagó el motor a 10 kilómetros sobre el suelo y, aunque pudo encenderse de nuevo más tarde, el vehículo impactó con el terreno a unos 700 kilómetros por hora.
Al tratarse esencialmente de una prueba de ingeniería, la carga científica era limitada, solo un par de instrumentos. Junto a ellos, había un paquete ceremonial consistente en un disco parecido a un DVD en el que se habían grabado una serie de documentos, desde la Torah a la historia de Israel, y su declaración de independencia, y una copia de la versión inglesa de la Wikipedia.
La fabricación del disco era una iniciativa de la Arch Mission Foundation, una organización dedicada a preservar a largo plazo la memoria de la cultura humana. Por millones de años, sin ir más lejos. Su política consiste en desperdigar por el cosmos muestras de la civilización en la esperanza de que, cuando nosotros o nuestro planeta desaparezcamos, al menos quede constancia de nuestra existencia que puedan recoger futuras civilizaciones. Más o menos, como la placa de los Pioneer o los discos que viajan en las Voyager, ambos idea de Carl Sagan pero a escala mucho más ambiciosa.
El experimento del Beresheet no fue la primera iniciativa de esa fundación. Antes ya había digitalizado la trilogía de la Fundación de Isaac Asimov y convenció a Space X para incluirlo en la carga de su primer cohete Falcon Heavy. En un meditado golpe publicitario, este lastre era precisamente el Tesla descapotable de color rojo del propio Elon Musk. La pantalla de su navegador mostraba solo la frase Dont’t panic, otro guiño a La guía del autoestopista galáctico, la obra de culto de Douglas Adams. El disco de Asimov iba en la guantera.
Otra iniciativa embarcó una copia de la Wikipedia en un nanosatélite en órbita terrestre. Fue en octubre de 2018, a bordo de un cohete chino.
Una nueva tecnología de miniturización
El disco enviado a la Luna a bordo del vehículo israelí conocido como la Biblioteca Lunar era solo parte de un proyecto más amplio que aspira a sembrar el Sistema Solar de copias similares. Es –dicen- la única forma de garantizar su subsistencia a lo largo de millones o miles de millones de años.
Tratándose de un objeto que debía ir a la Luna, se topaba con serias restricciones de tamaño y peso. Se optó por la familiar apariencia de un disco de DVD, construido no en plástico, sino con 25 capas de níquel puro, cada una de apenas 40 micras de espesor. Forman un paquete compacto, pero llegado el caso pueden separarse. En total, el disco pesa unos cien gramos en los que se acumulan 30 millones de páginas de texto y fotos, además de archivos de audio, video y datos binarios.
Por supuesto, el verdadero problema no estribaba en garantizar su permanencia, sino en cómo almacenar esa información para que sea legible en el futuro por unos destinatarios que nunca conoceremos. Digitalizarla no es la respuesta, como muy bien sabemos quienes todavía conservamos algún disquete de 5 (o, peor, de 8) pulgadas. O antiguas cintas de casete. Sencillamente, apenas existe hardware que pueda leerlas. Y mucho menos, el software necesario.
Analógico frente a digital
La Fundación Arch se decidió por utilizar técnicas analógicas. O sea, imágenes. Cualquier futuro lector con sentido de la vista similar al nuestro debería poder leerlas e interpretarlas, siempre y cuando su nivel tecnológico fuera similar o superior. Las comunidades que todavía no hubiesen alcanzado ese estadío no eran el público al que va destinada la Biblioteca Lunar, y tampoco unos supuestos extraterrestres que se comunicasen a través de otros sentidos.
La carátula del disco y sus tres capas siguientes llevan reproducciones fotográficas de 60.000 páginas. Pueden leerse mediante un simple microscopio de cien aumentos, una tecnología que se supone al alcance de cualquier civilización medianamente avanzada (en la Tierra la tenemos disponible desde hace más de cuatro siglos).
El contenido de esas cuatro capas es una serie de detalladas instrucciones sobre cómo acceder al resto de la información, esta sí digitalizada en el formato propio de un DVD. Un total de 100 gigabytes comprimidos que corresponde a unos treinta millones de páginas de texto, archivos de audio, vídeo y datos binarios. El contenido es de lo más ecléctico: desde obras literarias universales hasta la explicación de los trucos de David Copperfield o antiguos textos vedas.
El disco iba protegido por un envoltorio rígido, situado, a su vez, dentro del cuerpo del vehículo. Eso le mantendría razonablemente a salvo de los estragos del paso del tiempo, incluso si el aterrizaje resultaba un poco más brusco de lo previsto.
Casi todas las civilizaciones han dejado mensajes para la posteridad, unas con más acierto que otras. Los relieves egipcios pueden leerse después de cinco mil años; las inscripciones romanas en sus monumentos, también. Los manuscritos medievales han resistido mil años; el papel, más delicado, solo permanece durante unos cuantos siglos.
Problemas de la conservación a larguísimo plazo
Una gran parte de la ingente cantidad de información digital que hemos producido en los últimos tiempos es aún más frágil, puesto que está almacenada en soportes de plástico, cuya vida se mide, en el mejor de los casos, en decenios. ¿Recuerda aquel ratón de ordenador que de un día a otro se ha vuelto pegajoso al tacto? Probablemente plástico de su carcasa ha empezado a despolimerizarse.
Más grave es el hecho de que, para recuperar esa información, se necesitan equipos especiales. Una tablilla con caracteres cuneiformes, un palimpsesto medieval, un cuadro del Barroco son inmediatamente accesibles sin más que mirarlos (y conocer el lenguaje, claro); un documento PDF, no.
Un medio bastante común para almacenamiento a largo plazo son las microfichas. Utilizan tecnología fotográfica y permiten una densidad de información relativamente baja del orden de una página por centímetro cuadrado. Su duración -teórica- se estima en varios siglos, siempre que se conserven en condiciones ambientales controladas. En la práctica es difícil garantizarlas más allá de los 50 a 100 años.
Las técnicas empleadas en la fabricación del disco lunar ofrecen capacidad de almacenamiento y duración inmensamente mayores. Puesto que el níquel es estable, resistente a la oxidación y no sufre degradación radiactiva, ese material debería permanecer inalterado por millones de años. El disco contiene una porción considerable de nuestro conocimiento como legado a generaciones futuras que pueden -o no- ser descendientes nuestros. O llegar desde otros planetas.
Ahora bien, una vez recopilado todo ese corpus, queda el problema de dónde guardarlo para protegerlo pero que algún día sea accesible. Se estudia la posibilidad de enterrar copias en minas abandonadas, bajo el mar o incluso en estratos profundos confiando en que la futura evolución de la geología los haga aflorar. Las dorsales oceánicas no parecen un buen sitio si queremos evitar que la biblioteca acabe engullida en el manto terrestre. Aunque quizá la opción más sencilla es el espacio, quizá anclados en uno de los puntos de Lagrange o en la Luna, a la manera del monolito de la película 2001. De hecho, la operación con el Beresheet era un primer intento en ese sentido.
Otra cosa es si sus futuros destinatarios sabrán descubrirlo, identificarlo y aprovechar sus contenidos. Entre los contenidos del disco se incluye una especie de piedra de Roseta, con un diccionario visual de siete mil idiomas, con múltiples alfabetos y normas para ayudar a interpretar los textos. Pero eso no implica que enseñar inglés a un ser del futuro resulte una tarea fácil. A lo mejor, ni es siquiera factible.
Cabe la posibilidad de que una sociedad pre-tecnológica que dé con la Biblioteca la destruya inadvertidamente. Aunque muy resistentes al paso del tiempo, los discos de níquel se rayan con facilidad y no son inmunes ante una buena pedrada. Los impulsores del proyecto alegan que quizás su mera apariencia –unos círculos metálicos, iridiscentes, llenos de símbolos ininteligibles a simple vista- los convierta en un objeto de culto que por eso mismo se proteja a sí mismo contra vandalismos accidentales o deliberados.
Tal vez –dicen- la mejor defensa sea diseminar el producto. Dejar muchas copias en muchos sitios. Algunos, obvios y fáciles de encontrar; otros, ocultos e inaccesibles. Y aun así, no hay garantías de que alguna vez alguien llegue a hallar una copia, ni que sea humano o post-humano. La peor posibilidad, bromean, sería que la encontrase un extraterrestre cefalópodo telepático que se alimente de níquel y considerase al disco un buen postre.
La polémica carga biológica
Todos estos planes saltaron por los airees –literalmente- cuando la sonda Beresheet se estrelló en la Luna a más de 700 kilómetros por hora. Alguien calculó que la energía desarrollada era equivalente a casi treinta kilos de TNT. Si la Biblioteca sobrevivió en una pieza o en mil pedazos es algo que nadie puede asegurar, aunque los impulsores del proyecto apuntan que, en el peor de los casos, las páginas analógicas todavía serían legibles en cada uno de los fragmentos, así que consideran que Israel ha conseguido colocar en la Luna la primera biblioteca universal o la primera ruina arqueológica.
Otro asunto más polémico se refiere a una inclusión de última hora: una muestra de tejidos humanos y una pequeña colonia de tardígrados embebidos en una capa de resina. Estos bichos diminutos (no llegan al medio milímetro) son famosos por su excepcional resistencia a las condiciones más extremas. Pueden entrar en un estado de hibernación que les permite sobrevivir a la temperatura del nitrógeno líquido, en agua hirviendo, en el vacío del espacio o en ambientes desecados.
La idea era conservar esos especímenes dentro de la sonda, junto al disco, pero el catastrófico final de la misión implica que quizá salieron despedidos y están ahora reposando en el suelo de Serenitatis, a la espera de que mejore el tiempo para recuperar su actividad. Dicen los especialistas que es muy dudoso que sobrevivan a los rayos cósmicos y a la continua ducha de radiación ultravioleta procedente del Sol. Pero, aun así, las dudas persisten. Quién sabe si se cumple el objetivo del experimento y dentro de millones de años algún arqueólogo extraterrestre los recupera y clasifica como válidos representantes de la ya extinguida humanidad.
Puedes seguir a MATERIA en Facebook, X e Instagram, o apuntarte aquí para recibir nuestra newsletter semanal.
Suscríbete para seguir leyendo
Lee sin límites
_